El año legislativo cierra con una conclusión alarmante: la bancada de Morena y sus aliados han ejecutado un plan metódico para desmantelar la autonomía del Poder Judicial, un movimiento que la oposición califica sin rodeos como la captura institucional para consolidar un modelo de gobierno autoritario. Los dos pilares de esta estrategia de concentración de poder fueron la ratificación de Ernestina Godoy como Fiscal General de la República y la aprobación de la polémica reforma judicial.
La imposición de Godoy en la Fiscalía fue el primer gran triunfo del oficialismo sobre la independencia. El Senado, con los votos de Morena y sus satélites (incluyendo Movimiento Ciudadano, señalado como cómplice), garantizó la llegada de una figura incondicional al partido en el poder. Este movimiento es crucial: blinda al esquema de gobierno de cualquier investigación de alto nivel, asegurando que los expedientes de corrupción permanezcan congelados y transformando a la FGR en un instrumento de persecución política al servicio del centro.
El segundo eje, la reforma al Poder Judicial, es el ataque directo a la independencia de jueces y ministros. Documentos de la oposición advirtieron que esta iniciativa no busca la “democratización” de la justicia, como falsamente argumentó Morena, sino la concentración de poder en manos del Ejecutivo. Con esta reforma, el partido en el gobierno asegura el control sobre los procesos de designación y remoción, eliminando los contrapesos que históricamente han evitado la total subordinación de la justicia a los intereses del partido dominante.
En conjunto, la ratificación de una Fiscal militante y el rediseño de las estructuras judiciales representan el balance final del año: una ofensiva total para centralizar las decisiones y anular la capacidad de fiscalización. Morena utilizó su mayoría no para legislar en beneficio del país, sino para construir un andamiaje legal que garantiza la impunidad de su cúpula y sienta las bases para un sistema de control político total sobre la vida pública.